miércoles, 17 de julio de 2013

LA MUERTE DE MAMA CLEMENCIA (DIARIO DE UNA AGONIA 94)

La muerte de mi mamá Clemencia me sorprendió, me parecía que nunca se iría, había crecido a su lado, me parecía que había pasado toda la vida viéndola, oyéndola, percibiendo su cálida sonrisa, su casi infantil mirada, a sus 72 años, tenia sus mejillas rosadas, sus ojos eran pequeños y alargados, sus pestañas eran cortas y lisas, su boca era pequeña, el cabello lo llevaba siempre recogido en un moño cuidadosamente peinado hacia atrás hasta que un día se lo cortó, su frente era angosta, era una fiel descendiente de los Timoto-Cuicas, su cuerpo menudo invitaba al abrazo, me encantaba abrazarla, jugaba a quitarle el sostén y le agarraba las tetas, la besaba en el cuello, le bajaba el medio fondo que usaba debajo del vestido y ella se contorsionaba riéndose por las cosquillas, solo yo me atrevía a tratarla así, ella era “la matrona” de la familia, su temple para criar a sus 8 hijos sola le crearon una fama de mujer dura, infundía un respeto absoluto e inobjetable…

Pero entre ella y yo, la cosa era diferente.

Recuerdo mi infancia en Chejendé, el aposento de ella era el último de la casa hecha de bahareque pero bien cuidada, la puerta de acceso a su habitación era muy bajita y angosta, casi hecha a su medida. A golpe de 11 de la mañana calculo yo, ella se escurría de los demás hijos, Zenaida, Aida, Digno, Marleni, Margara y de los más pequeños para ir a su aposento, yo camina a su lado, una vez que estábamos dentro del aposento ella se paraba delante de un baúl grandote de madera con bisagras labradas cerrado con un candado que ella abría con una llave que se enganchaba con un alfiler del sostén y en medio de tantas cosas que guardaba allí, sacaba una botella de miche anisado, se echaba un trago de la botella y en la tapita me daba a mi… salíamos de la habitación tomadas de la mano, en silencio, cada una a sus quehaceres, aún hoy en día no puedo explicar como una niña tan pequeña no compartía ese secreto si ella jamás me pidió que no lo hiciera…..

El baúl de mi mamá Clemencia guardaba muchas cosas; la plata que le mandaba mi mamá Ana y mis tíos que ya vivían en Maracay la metía en billeticos enrollados en una media de hombre  le hacía un nudo y la escondía entre las cosas, había una hermosa vajilla que mi papá Fulgencio le había regalado, era azul con dibujos de castillos y bailarinas creo que era bellísima… también recuerdo un cuadro de Jesús de Nazaret que cuando uno lo movía se veía primero el rostro y luego era como si Jesús se elevaba al cielo, también se lo había regalado mi papá que era “agente viajero” y siempre le hacia bonitos regalos.

Ella quiso mucho a mi papá…

Todas las tardes a las 5 mi mamá Clemencia se sentaba al frente de la casa aquí en Maracay, se fumaba un cigarrillo mientras conversaba con la “vieja Luisa” …  Aún no se porque jamás le llamábamos Sra. Luisa en vez de la “vieja Luisa”… en todo caso, como un ritual, mi mamá Clemencia se bañaba, se echaba talco perfumado, se empolvaba la cara y hasta de ponía un brillo en la boca, para sacar una “silleta” y sentarse sobre la acera, allí veía los muchachos de la cuadra jugar, casi todos sus nietos y nietas que vivíamos cerca nos escapábamos de nuestras casas para estar con ella… era como un tesoro verla allí, cuando ya iba a empezar “la novela” se metía y ya nadie podía molestarla, ni siquiera yo que era su preferida…

Su muerte me sorprendió, porque además hay cosas que enlazan su partida con cosas que yo estaba viviendo en ese momento. Recuerdo su ataúd en medio de la sala, con toda esa parafernalia de los velorios, tan tristes, tan punzante y tan letal en ese pasar de las horas prolongando la agonía de ver a quien amas allí.. inerte.. sin vida…la calle estaba llena de vecinos, amigos, prácticamente se cerró la cuadra. Yo estaba en shock, me encerré en su cuarto y allí pasé mi dolor, a través de la cortina de la puerta podía ver como la gente se acercaba a ver a mi mamá allí, metida en esa caja, ya no hablaba, ya no me miraba, ya no jugábamos, ya no me tejía crinejas ni me sobaba las cejas para tranquilizarme, se fue para siempre, se acabó.

Jamás me acerqué a verla, quizás por temor a confirmar que estaba allí inerte para siempre.

No me gusta velar mis muertos, ni mirar sobre el vidrio del ataúd, ni visitar cementerios…



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