Los adioses, no sé si existe esa palabra o si puedo pluralizarla,
me refiero a todas las veces que he tenido que decirle adiós a alguien. Algunas
ni siquiera sabía que se iban para siempre, solo los vi alejarse, a unos pude
abrazar por última vez y hasta hicimos planes para la próxima vez, otros simplemente no volvieron y mi adiós se quedó
atrapado resonándome en el pecho con tanta fuerza como cuando estas de pie cerca de una enorme
corneta y el estruendoso sonido de la música te golpea por dentro como si quisiera explotar llevándose
consigo tu corazón y tus entrañas.
Me he despedido en silencio muchas veces diciendo “hasta
luego” sabiendo que tampoco yo volveré.
He abrazado en algunas despedidas a seres que formaron parte
de mi vida, de mis anécdotas y de mis querencias a sabiendas que en ese abrazo he
querido congelar el calor y el olor del que se va para volver a sentirlas en las sombras de mi recuerdo y en la
distancia, esa distancia que no se mide por kilómetros o por zonas geográficas y
por más que me niego a aceptar que existe, son distancias inrecorribles. Inalcanzables.
Y es que desde donde estoy ahora puedo mirar la luna allá en
lo más alto, pero ya no puedo ver el
lujar donde estas, ese lugar que ahora es tu lugar.
Despedidas y vacíos van de la mano como un saco roto. Los expertos que escriben los libros de autoayuda te recomiendan que lo vuelvas a llenar con energías nuevas, con proyectos
renovados, con amores nuevos, pero solo se acumulan recuerdos y nostalgias que
te dejan aquellas despedidas. Son vacíos que te pasas la vida llenando y vaciando hasta que te convences que tienes remiendos en el alma de tanto cargar ese saco.
Se han ido muchas
voces, muchas risas, perfumes, aromas, historias, unas para siempre, otros por
ahora y otras por siempre.
Ya no cuento cuántos se han ido, es más fácil contar los que
aún quedan…