La muerte de mi mamá Clemencia me
sorprendió, me parecía que nunca se iría, había crecido a su lado, me parecía
que había pasado toda la vida viéndola, oyéndola, percibiendo su cálida sonrisa,
su casi infantil mirada, a sus 72 años, tenia sus mejillas rosadas, sus ojos
eran pequeños y alargados, sus pestañas eran cortas y lisas, su boca era pequeña,
el cabello lo llevaba siempre recogido en un moño cuidadosamente peinado hacia
atrás hasta que un día se lo cortó, su frente era angosta, era una fiel descendiente
de los Timoto-Cuicas, su cuerpo menudo invitaba al abrazo, me encantaba
abrazarla, jugaba a quitarle el sostén y le agarraba las tetas, la besaba en el
cuello, le bajaba el medio fondo que usaba debajo del vestido y ella se
contorsionaba riéndose por las cosquillas, solo yo me atrevía a tratarla así,
ella era “la matrona” de la familia, su temple para criar a sus 8 hijos sola le
crearon una fama de mujer dura, infundía un respeto absoluto e inobjetable…
Pero entre ella y yo, la cosa era
diferente.
Recuerdo mi infancia en Chejendé,
el aposento de ella era el último de la casa hecha de bahareque pero bien
cuidada, la puerta de acceso a su habitación era muy bajita y angosta, casi
hecha a su medida. A golpe de 11 de la mañana calculo yo, ella se escurría de
los demás hijos, Zenaida, Aida, Digno, Marleni, Margara y de los más pequeños para
ir a su aposento, yo camina a su lado, una vez que estábamos dentro del
aposento ella se paraba delante de un baúl grandote de madera con bisagras
labradas cerrado con un candado que ella abría con una llave que se enganchaba
con un alfiler del sostén y en medio de tantas cosas que guardaba allí, sacaba
una botella de miche anisado, se echaba un trago de la botella y en la tapita
me daba a mi… salíamos de la habitación tomadas de la mano, en silencio, cada
una a sus quehaceres, aún hoy en día no puedo explicar como una niña tan
pequeña no compartía ese secreto si ella jamás me pidió que no lo hiciera…..
El baúl de mi mamá Clemencia
guardaba muchas cosas; la plata que le mandaba mi mamá Ana y mis tíos que ya vivían en Maracay la metía en billeticos enrollados en una media de hombre le hacía un nudo y la escondía entre las
cosas, había una hermosa vajilla que mi papá Fulgencio le había regalado, era
azul con dibujos de castillos y bailarinas creo que era bellísima… también
recuerdo un cuadro de Jesús de Nazaret que cuando uno lo movía se veía primero
el rostro y luego era como si Jesús se elevaba al cielo, también se lo había
regalado mi papá que era “agente viajero” y siempre le hacia bonitos regalos.
Ella quiso mucho a mi papá…
Todas las tardes a las 5 mi mamá Clemencia
se sentaba al frente de la casa aquí en Maracay, se fumaba un cigarrillo
mientras conversaba con la “vieja Luisa” …
Aún no se porque jamás le llamábamos Sra. Luisa en vez de la “vieja
Luisa”… en todo caso, como un ritual, mi mamá Clemencia se bañaba, se echaba
talco perfumado, se empolvaba la cara y hasta de ponía un brillo en la boca,
para sacar una “silleta” y sentarse sobre la acera, allí veía los muchachos de
la cuadra jugar, casi todos sus nietos y nietas que vivíamos cerca nos
escapábamos de nuestras casas para estar con ella… era como un tesoro verla
allí, cuando ya iba a empezar “la novela” se metía y ya nadie podía molestarla,
ni siquiera yo que era su preferida…
Su muerte me sorprendió, porque
además hay cosas que enlazan su partida con cosas que yo estaba viviendo en ese
momento. Recuerdo su ataúd en medio de la sala, con toda esa parafernalia de
los velorios, tan tristes, tan punzante y tan letal en ese pasar de las horas
prolongando la agonía de ver a quien amas allí.. inerte.. sin vida…la calle
estaba llena de vecinos, amigos, prácticamente se cerró la cuadra. Yo estaba en
shock, me encerré en su cuarto y allí pasé mi dolor, a través de la cortina de
la puerta podía ver como la gente se acercaba a ver a mi mamá allí, metida en
esa caja, ya no hablaba, ya no me miraba, ya no jugábamos, ya no me tejía
crinejas ni me sobaba las cejas para tranquilizarme, se fue para siempre, se
acabó.
Jamás me acerqué a verla, quizás
por temor a confirmar que estaba allí inerte para siempre.
No me gusta velar mis muertos, ni
mirar sobre el vidrio del ataúd, ni visitar cementerios…
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